viernes, 15 de junio de 2012

Para los caceroludos porteños

Protestás porque te parece que es elegante
¿Vos la querés seguir? Y bueno… , vamos a seguirla,
pero dejáme antes aclarar una posición. Yo no discuto
porque crea que tengo toda la razón del mundo. Al contrario,
discuto porque creo que vos no tenés ninguna.

Protestás porque te parece que es elegante. Lo hacés como una actitud.
«Son criterios», decís. Y digo yo: ¿no será falta de criterio, en vez?

Hay personajes que consideran
que una actitud elegante en la vida es la de estar
con un codo apoyado en el mostrador. Otros, sosteniendo
el marco de la puerta, en los zaguanes de las casas.

Hay también señoras que creen que la que no tiene por
lo menos un complejo no es de buena posición. ¡Y bueno!
A vos se te repujó en la cabeza la idea de que la posición
fundamental es negar, desconocer, decir que no. Te
parece que eso da mucha importancia. Que te regala la
apariencia de un hombre que tiene ideas, cuando la verdad
es que negás porque, en realidad, no tenés ninguna
idea. La del hombre aquel que entraba siempre en las
reuniones diciendo: «No sé de qué se trata, ¡pero me
opongo lo mismo!» ¡Pero, no! ¡A mí no me la vas a contar!

Vos negás, protestás, con la misma injusticia del que
arma un escándalo en su casa porque «le perdieron» la
llave del escritorio. Resulta que después de promover
la batahola, cuando ya todo está cabeza abajo y en la mitad
del tobogán, la llave del escritorio aparece en la botamanga
de su propio pantalón. Entonces, como ya no
podría justificar todos los gritos en contra, con tal de
no hacer el papelón, esconde la llave en el bolsillo y sigue
protestando para mantener una actitud. Igualito que
vos. Escondés, tu conciencia frente a la realidad de los
hechos y seguís soplando contra el ventilador para no
reconocer que la erraste. Y lo peor es que, queriendo
sostener esa pirueta tuya —de resentido—, inventás argumentos
de manteca. Sí, argumentos que se derriten a la
luz de la evidencia más chiquita. Te molesta —¡lógico!—
esa felicidad preciosa de la gente que cree en lo que ve.

Vos seguís buscando vanamente el pelo en la sopa. Y
pretendés haberlo encontrado con frasecitas definitivas
como estas de: «Ahora uno llama a un electricista y, para
colocar un enchufe miserable, te cobra quince pesos. ¡Yo
no sé adónde vamos a parar!» A ningún lado. ¿Por qué?

Si ahí está tu error. Es que ese enchufe miserable, como
era miserable la situación de ese electricista, ya no lo
son. No hay nada miserable ya. Todo ha adquirido dignidad.

Ésta es la tremenda transformación que se ha operado
y que vos, con la llavecita escondida en la botamanga
del pantalón, seguís negando y desconociendo.

Se ha dado dignidad a la gente. Todo el que trabaja es
considerado dignamente. Y el que ya no puede trabajar
se ha ganado una protección digna. Y es digna la criatura
que todavía no trabaja, porque algún día ocupará
su lugar de combate en la conquista del progreso común.

Pero vos protestas porque te cobran quince pesos
por colocar un enchufe. ¡Claro! ¡La conquista de la dignidad
humana no cuenta para nada para vos! Para vos,
lo único importante son los quince pesos del enchufe.

Pero, decíme: vos, además de protestar, ¿trabajás en algo?
¿Sí? ¿No te das cuenta de que esa conquista admirable
de la dignidad te alcanza a vos también y que todo se
ha equilibrado sobre la marcha misma? ¿O no trabajás
porque sos alabardero del rey y aquí rey no hay? ¡Únicamente
así se entendería! Porque no me vas a contar
que aquí falta trabajo. Ahora… No… ¡Ah!… Creía…

Pero protestás sin advertir que lo único imperdonable
es tu protesta. Y entonces, ¿de qué protestás? Mirá,
«vamo a dejarla», como decía un reo. ¿Sí? Vamos a dejarla.

Porque yo te respeto, pero a mí, ¡a mi no me la vas
a contar!





Mordisquito de Enrique Santos Discepolo (III)

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